Migración y Desarrollo, volumen 18, número 35, segundo semestre 2020, es una publicación semestral editada por la Universidad Autónoma de Zacatecas «Francisco García Salinas», a través de la Unidad Académica de Estudios del Desarrollo, Jardín Juárez 147, colonia Centro, Zacatecas, C.P. 98000, Tel. (01492) 922 91 09, www.uaz.edu.mx, www.estudiosdeldesarrollo.net, revistamyd@estudiosdeldesarrollo.net. Editor responsable: Raúl Delgado Wise. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo Vía Red Cómputo No. 04-2015-060212200400-203. ISSN: 2448-7783, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de última actualización: Unidad Académica de Estudios del Desarrollo, Maximino Gerardo Luna Estrada, Campus Universitario II, avenida Preparatoria s/n, fraccionamiento Progreso, Zacatecas, C.P. 98065. Fecha de la última modificación, diciembre de 2020.

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https://doi.org/10.35533/myd.numero35

El círculo de la fragilidad: migración de sobrevivencia en Centroamérica1

The fragility circle: migration for survival in Central America

Recibido 21/10/20 | Aceptado 1/12/20

Abelardo Morales-Gamboa*

* Costarricense. Catedrático de la Universidad Nacional de Costa Rica e investigador senior
de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), sede Costa Rica. Correo-e: parruas@gmail.com

Resumen. La migración de supervivencia en Centroamérica es producto de la desigualdad estructural, de Estados débiles y autoritarios, y de la inestabilidad política de esos países. Durante los últimos 30 años, el crecimiento histórico de la cantidad de migrantes internacionales produjo el aumento de la feminización y de la migración familiar de niños, niñas y adolescentes. La aparición de migrantes cautivos en el tránsito, de los desplazados forzados perseguidos por bandas criminales y la represión política, además de los solicitantes de refugio y de los deportados, son los principales rasgos de los riesgos en uno de los corredores más peligrosos del mundo. Las fronteras amuralladas y los discursos antiinmigrantes se imponen en los países receptores y de tránsito, pero también en los de origen. La ausencia de cooperación sur-sur y una creciente subordinación a las políticas migratorias de Estados Unidos enmarcan la debilidad de las respuestas de los países centroamericanos.

Palabras clave: migración, Centroamérica, personas migrantes, política migratoria, Estados Unidos.

Abstract. The survival migration in Central America is a product of structural inequality, of weak and authoritarian states, as well as the political instability of these countries. Over the past thirty years, the rising number of international migrants also increased the feminization of migration and that of families, including children and adolescents. The appearance of captive migrants in transit, of forcibly displaced people persecuted by criminal gangs and political repression, as well as refugee applicants and deportees, are the principal characteristics of the risks they face in one of the most dangerous corridors in the world. Border walls and anti-immigrant discourses are imposed in receiving and transit countries, as well as in the countries of origin. The absence of South-South cooperation and a growing subordination to the immigration policies of the United States, delineate the weak national and regional responses by the Central American states.

Keywords: migration, Central America, migrants, immigration policy, United States.

Introducción

Al finalizar el primer decenio del siglo xxi Centroamérica se integró a los lugares más críticos de la migración de supervivencia en el mundo. Según Bets, quien analizó esta problemática en África, los migrantes de supervivencia son «personas que se encuentran fuera de su país de origen debido a la existencia de una amenaza para la cual no tienen acceso a una reparación o a una resolución doméstica» (2013:23). Dicho autor replantea las divisiones entre refugiados y migrantes laborales, propone, además, la categoría de migrantes de supervivencia como una figura intermedia entre los migrantes internacionales —como concepto general— y los solicitantes de refugio. Aunque esta nueva categoría queda fuera del marco del refugio, la constituyen sujetos que también requieren de protección internacional. Esos migrantes corren enormes riesgos si son forzados a retornar a sus países de origen, pero a diferencia de los refugiados no han sido asimilados por ningún estatuto de protección internacional o de asilo. Las causas de su migración, aparte de complejas, pueden entremezclar diferentes factores, por ejemplo, la persecución por razones políticas, religiosas, debido a la orientación sexual, la violencia social y los nuevos factores estructurales: crisis climática, hambrunas o fragilidad de los Estados. Los migrantes de sobrevivencia no escapan sólo de una amenaza a su seguridad, huyen, de igual modo, porque «en su lugar de origen ellos carecen de los derechos más fundamentales» (Bets, 2013:188).

Hemos puesto la mirada inicialmente en ese concepto para analizar las características del desplazamiento desde Centroamérica, en particular, del último decenio y medio (20052020) con un detalle. La privación de derechos no es únicamente la causa de su expulsión, es también una condición presente a lo largo de los corredores de la migración. En este contexto, la movilidad de la mano de obra barata como opción voluntaria dejó de ser el único rasgo de los flujos en este periodo. En consecuencia, adicional a las nuevas causas de la movilidad y de una composición más heterogénea de los flujos, se añadió el carácter sistémico de la vulnerabilidad debido a múltiples fuentes de amenaza a la seguridad, aunado a los vacíos y al rechazo a proveer asistencia por parte de las instituciones de los países de origen, tránsito y destino, ya sea por la ausencia de recursos jurídicos o financieros, la falta de voluntad política o como producto deliberado de las políticas de contención de las migraciones.

El resultado de ese conjunto de factores es una crisis de desplazamiento. Ésta se origina en diversas circunstancias: la primera, la combinación de causas que obligan a las personas a abandonar sus lugares de origen, entre las que destaca la fragilidad de los Estados y, por ende, la falta de acceso a soluciones locales —la privación de derechos fundamentales. La segunda, la extensión de las amenazas o aparición de otras nuevas a lo largo de los corredores, junto a los vacíos de protección, la supresión y negación de asistencia, y la imposición de medidas de rechazo y expulsión a los migrantes indocumentados, pese a los riesgos que para ellos representa el retorno a sus países de origen. Finalmente, la falta de respuestas o, inclusive, el tipo de respuestas de los Estados que no frena la movilidad, en su lugar los condena a una mayor privación de sus derechos fundamentales y de las posibilidades de alternativas de protección. Así, huir de una singular amenaza o de un conjunto de factores que atentan contra la sobrevivencia, sin alternativa local posible, puede constituir el punto de partida de una compleja espiral de crisis que reduce las posibilidades de la migración como una respuesta segura para amplios conjuntos de población en Centroamérica y la convierte, de igual modo, en una opción que suma nuevos riesgos y en uno de los principales desafíos para la gobernanza regional y global.

El trasfondo inmediato de esa crisis lo ha caracterizado —con base en cifras más generales— es un récord histórico en la cantidad de migrantes de casi 6 millones en diferentes corredores internos y externos, estimados hacia 2017. Esa cantidad se explica, entre otros factores, por el aumento previamente experimentado de la migración de mujeres y sus familias, niños, niñas y adolescentes, por la reaparición de los desplazados forzados —internos e internacionales— por causas asociadas a la crisis climática, la inseguridad y la escasez de medios de subsistencia, así como a una cada vez mayor fragilidad institucional debido a la corrupción pública, la impunidad y la pérdida de confianza en el Estado. La formación de las llamadas caravanas de migrantes, desde el otoño de 2018, anunciaba en aquel momento los nuevos rasgos de esa crisis que se extendió desde el norte de Centroamérica hasta la frontera sur de Estados Unidos, involucró al territorio y a la política migratoria del Estado mexicano, con nuevas expresiones de una frontera vertical para disuadir la llegada de más migrantes a Estados Unidos. Durante ese periodo, también aumentaron los solicitantes de refugio, la cantidad de migrantes deportados, de migrantes desaparecidos y asesinados en la ruta, de los varados en tránsito o capturados en la movilidad, junto a la presencia siempre constante de migrantes extrarregionales.

La espiral de las viejas desigualdades en la región no cesó, por el contrario, volvió a acoplarse desde inicios de siglo a una nueva fragilidad de los sistemas políticos, el retorno de la violencia estatal —manifiesta y encubierta— y de la corrupción. Junto a la presencia cada vez mayor del crimen organizado sobre los territorios de El Salvador, Honduras y Guatemala, esa mezcla de factores tradujo la migración de supervivencia en crisis de desplazamiento: personas desplazadas por la pobreza y el desempleo, por la privación de derechos humanos, de quienes huyen de sus comunidades no sólo en busca de una mejor vida sino como recurso para salvar sus vidas.

Ese paisaje migratorio centroamericano está dividido en tres esferas: dos corredores internacionales, uno externo y otro intrarregional. El primero, originado en Guatemala, Honduras y El Salvador,2 agrupa aproximadamente a 80 por ciento del stock de migrantes externos (concentrados en Estados Unidos); el segundo, conformado por Nicaragua, Costa Rica y Panamá, con un estimado de 68 por ciento de los migrantes intrarregionales, en su mayoría nicaragüenses en Costa Rica. Aunque la migración desde Nicaragua se ha asociado comúnmente con Costa Rica como destino, en realidad su territorio tiene una posición intermedia en las dos vertientes, pues históricamente ha tenido una migración importante a Estados Unidos y es uno de los países beneficiarios del régimen de Trabajadores Temporales (TPS, por sus siglas en inglés). Por su parte, las migraciones internas, siempre latentes en toda la región, resurgen sobre una ola de desplazamiento forzado en los países del norte de la región, aunque sus principales rasgos, intrafronteras, permanecen invisibilizados, ese fenómeno no acaba de ser reconocido por los Estados.

Como efecto del endurecimiento de las políticas migratorias, en un contexto global dominado por la proliferación de discursos y prácticas antiinmigrantes, se generan concentraciones de inmigrantes en zonas dispersas, consideradas como fronteras tapón entre el Norte y el Sur globales. Ello agobia a miles de centroamericanos y ese escenario tapón lo suplen los territorios de Guatemala y México. Ambos se convirtieron en el principal filtro para los migrantes centroamericanos y de otros flujos extrarregionales que se ven impedidos de continuar su camino hacia Estados Unidos. Con el cierre de fronteras debido a la aparición de la pandemia del SARS-CoV-2 o coronavirus, a partir de 2020, se intensificó el amurallamiento de los países, de manera que aumentaron los rechazos y las deportaciones, situación que agravó las ya de por sí deplorables condiciones de vulnerabilidad de los migrantes (García y Villafuerte, 2020). Tanto las peligrosas rutas donde incrementó la presencia del crimen organizado transnacional, como las redes de corrupción, significan uno de los peores riesgos que enfrentan aquellos que intentan burlar tales controles migratorios.

No obstante los efectos positivos de la migración, los Estados de los países de origen en la región permanecen en una situación de letargo ante sus causas, en particular de esa migración de supervivencia y los riesgos que desafían sus connacionales. Peor aún, ya sea por sus acciones o por sus propias omisiones y debilidades, los Estados, los gobiernos y sus instituciones se han convertido en causantes de la migración, inclusive, de un vacío de derechos que pone en riesgo la legitimidad de dichos Estados ante la presencia de otros agentes que de facto toman control de los espacios desocupados de institucionalidad. Esa crisis de legitimidad corresponde también con coyunturas de inestabilidad política —cuyos referentes principales son Honduras tras el golpe de Estado de 2009 y Nicaragua a partir de 2018— a tal punto que se ha vuelto a observar el fenómeno de los perseguidos políticos en Nicaragua, en su mayoría como solicitantes de refugio en Costa Rica. En ese sentido, los solicitantes de la condición de refugio se diferencian de entre quienes en las décadas de 1970 y 1980 huían de la persecución política y la violación de los derechos humanos por parte de autoridades estatales —entre ellos los asilados políticos como figura internacional—, de aquellos que pretendían escapar de la violencia generalizada, principalmente la protagonizada por bandas criminales. Unos y otros forman parte de los migrantes de sobrevivencia a los cuales la carencia de derechos fundamentales obliga a abandonar sus comunidades y países de origen.

En este artículo se aborda primero una reflexión en torno de la relación histórica entre la fragilidad —entendida como la relación entre esa ancestral desigualdad estructural y el imperio de Estados débiles pero autoritarios—, las migraciones y las crisis de los desplazados forzados. En segundo lugar, se escenifica en cada uno de los países las manifestaciones de esa relación, tratando de establecer la conexión con condiciones históricas previas y las expresiones de la crisis de la década de 2000. Luego, se intenta identificar la realidad de nuevos sujetos de la migración, a partir de específicos rasgos nuevos de esta última, su vínculo tanto con las privaciones en materia de derechos humanos fundamentales como con un escenario de crisis. Finalmente, se analiza la relación entre el peso del crimen organizado sobre la reaparición del desplazamiento forzado interno e internacional con el círculo vicioso del autoritarismo, la corrupción y la falta de justicia, en concreto en los países del norte de la región que concentran alrededor de 97 por ciento del aludido éxodo.

Fragilidad histórica y migraciones

La migración de supervivencia en Centroamérica es una de las manifestaciones de la condición periférica de esa fragmentada región, para la provisión de fuerza de trabajo a diversos nichos territoriales de los mercados de trabajo. En dicha dimensión se mezclan los efectos de las acciones u omisiones de Estados frágiles o fallidos, los brotes de autoritarismo y de corrupción, los vacíos de protección social y cívica, y la pérdida de legitimidad, que se agregan a las diversas causas y formas de desplazamiento, ancestrales o de nuevo origen. Por ende, esa relación entre exportación de mano de obra barata, violencia sistémica y falta de protección, y la aparición de recientes formas de desplazamiento forzado, son el resultado de la profundización de las dinámicas de desarrollo desigual inherentes a la globalización neoliberal (Delgado y Márquez, 2012), a las cuales la fragilidad de los Estados se vuelve también tributaria.

Otra de sus manifestaciones es la relación de las migraciones y la fragilidad histórica de tales sociedades. El desarraigo ha sido una de las constantes de esa fragilidad, en parte expresado en el desalojo de comunidades a fin de liberar territorios y fuerza de trabajo para las plantaciones; actividades extractivas (café, bananos y minería); megaproyectos agroindustriales, extractivistas; y el turismo en la etapa reciente. Una constante más es la recurrente represión ejercida por los caudillos oligárquicos, gobiernos autoritarios y juntas militares o Estados frágiles. Esto significa que la migración de sobrevivencia, entendida como respuesta a la ausencia de derechos primordiales, no es del todo un fenómeno nuevo en algunos territorios centroamericanos.

Desde la década de 1970, los desplazamientos estaban constituidos por desplazados económicos, ambientales y perseguidos políticos o fugitivos de la represión. En ese tiempo se produjo una crisis de desplazamiento debido a la combinación del exilio político, los efectos de la recesión mundial de 1973, la caída de los precios del café y diversos desastres ambientales, con la salvedad de que una importante proporción de desplazados sí recibió protección internacional bajo el amparo del refugio. Los 15 años de guerras civiles en Centroamérica (1977 a 1992), junto a la represión y persecución política, forzaron las últimas migraciones de la Guerra Fría, episodio conocido previamente en el Cono Sur de América Latina y el Sudeste de Asia. Desde 1990, ese sistema migratorio se integró a la formación de la nueva geografía mundial de desplazamientos en la dirección sur-norte.

Otra de las expresiones de esa movilidad forzada sigue siendo el fenómeno del desplazamiento interno; no obstante, la falta de información acerca de su magnitud es uno de los mayores obstáculos para comprender su alcance e implicaciones en la región. Asimismo, durante los años del conflicto armado tampoco se podía estimar el peso de las migraciones internas y su comparación con las migraciones externas. A partir de su reaparición a finales de la década de 2010, los desplazados internos han estado invisibilizados y los gobiernos se han resistido a reconocer no sólo su magnitud sino su existencia misma.

Después de 1990 se produce un cambio en los patrones de la migración desde Centroamérica. En primer lugar, acontece un cambio cualitativamente importante debido «al incremento significativo de desplazamientos con características diferentes a las de las poblaciones refugiadas de los años setenta y ochenta» (Castillo, 2000:135). Otro rasgo fue la recomposición territorial de los flujos, entre intrarregionales y extrarregionales, dentro de la cual Estados Unidos se convirtió en el principal destino de los inmigrantes de la región, primordialmente de salvadoreños, guatemaltecos y hondureños; mientras que Costa Rica fue el principal país de acogida de los migrantes intrarregionales, cuyo flujo se originaba en Nicaragua. Debido a las limitaciones señaladas con las fuentes estadísticas, no es posible estimar con exactitud la relación entre ambos flujos de migración, sobre todo por las deficiencias y la subestimación de las cifras en Centroamérica,3 con ello se corre el riesgo de hacer aseveraciones simplistas o carentes de fundamento empírico.

Considerando esas precauciones, Maguid (1999) estimaba que en la década de 1990 las migraciones extrarregionales equivalían a 78.9 por ciento del stock regional de migrantes, en tanto que las intrarregionales alcanzaban 21.1 por ciento. Lo que puede respaldarse en información estadística, sin descartar posibles subestimaciones, es que, de 353 mil 992 centroamericanos registrados en Estados Unidos en 1980, la cifra creció a un millón 333 mil 978 en 1990, es decir, en casi tres veces el dato de 10 años antes; mientras que los datos en 2000 ascendían a 2 millones 26 mil 150 centroamericanos en aquel país (Campbell y Jung, 2006).

Hasta 1990 México había sido un santuario decisivo para los migrantes centroamericanos, pues históricamente los estados del sur-este se han constituido en un mercado laboral de atracción para trabajadores de Guatemala, ya que en Chiapas, en específico la región del Soconusco y el sur occidente de Guatemala, existe una relación basada en tejidos económicos y laborales en torno a actividades de plantación y, más recientemente, relativo a otras actividades (Castillo, 1999; Nájera, 2000 y 2020). Durante el periodo de los 1970 y los 1980, México albergó también a una cantidad importante de desplazados por los conflictos armados en la región (nicaragüenses, salvadoreños y guatemaltecos), pero no todos alcanzaron el estatus de refugiados políticos.

Pese a estimaciones que cifraban la cantidad de centroamericanos en México entre los 1980 y los 1990 en alrededor de 400 mil (Aguayo, 1985 y 1986), en su mayoría salvadoreños, estimado así en bases de datos de Naciones Unidas (UNDESA, 2019), es posible presumir que la cantidad de los registrados en Estados Unidos en 1990 superaba a los centroamericanos en otro país de la misma región y en México, con ello Estados Unidos podría ya figurar como el destino más relevante de los centroamericanos en el exterior. A mediados de la década de 1990, México continuaba asumiendo las funciones de país de destino tanto de una movilidad transfronteriza con Guatemala, como de nuevos flujos que se fueron asentando en otros territorios del país, y comenzó a combinar esa función como receptor de migrantes en tránsito hacia Estados Unidos.

Los 1990 fueron el inicio de los acuerdos de paz, la celebración de elecciones sin grupos levantados en armas, la aplicación de severos ajustes de las economías que redujeron todavía más a los débiles aparatos públicos e iniciaron una fase de destrucción de empleos. No obstante a dichos acuerdos y a algunas reformas políticas y económicas, algo no cambió y las migraciones fueron prueba de ello (Morales, 2007). Ni el triunfo de los antiguos frentes guerrilleros, en Nicaragua, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), bajo el cuestionado caudillismo de Daniel Ortega, en 2006, ni en El Salvador, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), en 2009, acabaron con la gravitación de esos Estados frágiles en torno a las llamadas «democracias de baja intensidad», tampoco superaron el debilitamiento institucional ni el agrietamiento de los sistemas sociales por la desigualdad. En Guatemala, la corrupción, la impunidad y el deterioro del sistema de justicia, obligaron al país, desde 2006, a someterse al arbitraje jurídico de una Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG), pero en Honduras la inestabilidad política derivó en una asonada militar en contra de un gobierno electo. Ni la misión jurídica externa en un extremo en Guatemala, ni el retorno de los militares en Honduras, en otro, ayudaron a contener el avance de Estados fallidos en esos países.

El cambio en las condiciones políticas de la región coincidió con un cambio en la dirección de los flujos, y éste se explicaba por la fuerza de atracción de mano de obra por el mercado de trabajo de Estados Unidos. El efecto fue más migración en el decenio de 2000 y, como resultado, los nuevos desplazamientos abarcaron a más de un millón de personas hacia todos los destinos, su mayor parte hacia el país del norte. En ese contexto reaparecieron los desplazados forzados externos e internos. El impacto no sólo fue cuantitativo, algunos rasgos de ese re-emergente fenómeno del desarraigo cambiaron, pues éste dejó de gravitar exclusivamente con respecto al enfrentamiento de actores locales, para vincularse, además, a las estrategias de agentes transnacionales, como el crimen organizado, o de gobiernos que retomaron tácticas represivas en contra de grupos de oposición política.

En la aludida crisis de desplazamiento se comenzaron a mezclar las viejas condiciones de vulnerabilidad de los migrantes laborales, la nueva migración de supervivencia y, con ella, la aparición de los desarraigados, conformados por nutridas masas de individuos que optaron por huir de sus hogares, de sus comunidades o de sus países, porque los riesgos de permanecer allí eran peores que los propios riesgos de la migración (Durand, 2016).

Al cambiar la relación entre destinos, México perdió peso relativo como país de destino, pero pasó a ocupar un lugar estratégico en la geografía del desplazamiento como territorio también de tránsito. A comienzos del siglo XXI, el territorio mexicano combinaba esas dos funciones. Existe una gran dificultad para la estimación del flujo de centroamericanos en ese país, debido a diversas razones: complejidad social de los desplazamientos, elevado volumen de migrantes indocumentados y por tanto no registrados, corta duración de su tránsito por México, y limitaciones derivadas de los actos de autoridades administrativas.4 Ernesto Rodríguez Chávez (2016) diferencia tres etapas de crecimiento de los flujos de la migración irregular por el territorio mexicano: una primera fase de crecimiento, entre 1995 y 2005, que alcanzó su punto máximo con 418 mil eventos en 2005; una segunda fase, entre 2006 y 2011, que en todo caso estuvo caracterizada por una disminución de 70 por ciento, en 2011 con relación a 2005; finalmente, una tercera etapa de «fuerte reincremento», en 2014, que prácticamente triplicó el dato de 2011 con 392 mil desplazamientos. Una de las razones asociadas a ese importante crecimiento es la notoria presencia de niñas, niños y adolescentes acompañados y no acompañados, y el aumento de las mujeres en la migración. Aunque el autor señala que los guatemaltecos siguen siendo el grupo más numeroso, entre la novedad de los desplazamientos estuvo el incremento de la participación de salvadoreños y hondureños.

A consecuencia del crecimiento de los centroamericanos, ya fuera en tránsito por México hacia Estados Unidos o bien a que convirtieron a México en su país de destino, las entradas a ese territorio se tradujeron en parte de la crisis, tanto en la frontera norte con Estados Unidos como en la del sur con Guatemala. Uno de los rasgos novedosos del fenómeno fue la prevalencia de los capturados en la movilidad o inmovilizados forzados, migrantes que, debido al endurecimiento de los controles fronterizos en Estados Unidos, no pudieron continuar su viaje y permanecieron deambulando por distintas localidades en búsqueda de medios de subsistencia, pues tampoco estaban dispuestos a regresar a sus países de origen (Hernández y Pineda, 2018). A partir de las observaciones sobre las características de un grupo de personas atendidas en el Centro de Atención al Migrante «FM4 Paso Libre», en Guadalajara, «la travesía por diferentes lugares puede representar una especie de estancamiento indefinido o una acumulación sucesiva de viajes sin lograr las metas establecidas hacia un lugar de arribo, lo que se convierte en un impedimento estructural que no habían previsto los migrantes en su travesía» (Hernández y Pineda, 2018:21). De igual modo, se enfrentan a los temores del retorno debido a las condiciones económicas y de inseguridad de sus países de origen, es decir, se enfrentan a los riesgos de la deportación o a las amenazas y a deudas que le esperan a su regreso.

Otro hecho del escenario de crisis han sido las extorsiones y secuestros, desapariciones y asesinatos de migrantes centroamericanos. Derivado de la presencia de agentes irregulares se han tomado puntos estratégicos del corredor migratorio, mismo que constituye uno de estos escenarios.

Escenarios nacionales de las migraciones internacionales en los países de origen

Durante los últimos 15 años, la expulsión de población centroamericana se triplicó con respecto a los 15 años anteriores. En el quinquenio 20052010 se registró un récord histórico de 25.4 por ciento de crecimiento, 10 puntos más que el quinquenio previo; luego ésta se redujo nuevamente en el quinquenio 20102015, equivalente a 10 puntos (cuadro 1). En la nueva geografía de migraciones extrarregionales, transfronterizas y de desplazamiento interno, el origen de todos esos desplazamientos se concentró en El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua.

Cuadro 1
América Central: total de migrantes internacionales hacia todo el mundo (tasas de crecimiento quinquenal 19902019)

País de origen

19952000

20002005

20052010

20102015

20152019

Belice

14.91

7.63

10.48

10.33

7.73

Costa Rica

23.72

12.29

12.10

4.88

7.79

El Salvador

1.71

17.91

19.49

13.24

5.69

Guatemala

26.18

26.43

25.52

20.99

7.70

Honduras

38.71

31.25

30.84

24.36

9.52

Nicaragua

14.57

13.03

39.86

6.06

5.39

Panamá

3.02

3.76

6.31

6.98

7.11

Fuente: UNDESA, 2019.

Aunque se insiste, muchas veces con razón en la poca veracidad de los datos estadísticos, el país con la mayor cantidad de emigrantes en el exterior en 2017 fue El Salvador con un millón 600 mil 739 personas. Tan sólo en Estados Unidos se contabilizaban en ese año un millón 402 mil inmigrantes de ese país (O’Connor, Batalova y Bolter, 2019), lo que supone una relación de 87 por ciento en territorio estadounidense. Lo anterior supondría que, en el resto del mundo, incluyendo el resto de Centroamérica y México, se distribuiría el restante 13 por ciento. Debido a la carencia de estadísticas migratorias fidedignas, no se puede tener confianza en cualquier estimado de inmigrantes salvadoreños en Centroamérica; no obstante, a partir de la información disponible en México sobre los inmigrantes en tránsito, indocumentados, se presume que la cantidad de salvadoreños en México sea mucho mayor a las estadísticas captadas por los datos más recientes.5 Según las estimaciones de Rodríguez (2016), los desplazamientos de personas de ese país podían superar, en 2014, los 100 mil eventos.

Las migraciones de salvadoreños registran tres momentos: el primero fue una migración a gran escala entre 1930 y finales de los 1970, cuando la densidad de su población, la represión política interna y los efectos de la crisis de 1929, originaron el desplazamiento de mano de obra para la producción bananera en Honduras, aunque también de migrantes forzados hacia ese país y otros de la misma región. El segundo, desde la década de 1980, hacia tres destinos principales: México, Nicaragua y Costa Rica. El tercer momento, desde mediados de los 1980 a la actualidad, con la emigración a Estados Unidos como principal destino. Los dos últimos momentos se originaron en medio de la guerra civil entre 1980 y 1992. Luego del retorno de algunos miles de desplazados por la guerra, como resultado de los acuerdos de paz de 1992, la emigración a Estados Unidos se convirtió en la principal característica del país, al punto de que las remesas desplazaron a las exportaciones de mercancías como principal fuente de divisas. Se calcula que en el quinquenio 20002005 la emigración internacional, comparada con el quinquenio anterior, creció en casi 41 puntos. La intensidad migratoria alcanzó 24.5 por ciento de la población —una de las más altas del continente— y la dependencia de las remesas en 2018 ascendió a 5 mil 468.74 millones de dólares y representó 21.4 por ciento del producto interno bruto (PIB).

Otro rasgo de la problemática de la migración salvadoreña es la cantidad significativa de desplazados internos que se suman a los desplazados forzados y a los migrantes de sobrevivencia. A pesar de la posible subestimación, este conjunto ascendía a casi un cuarto de millón de personas que se habían trasladado de manera involuntaria hacia algún municipio diferente a su lugar de origen o residencia, para huir de cierta amenaza y de la falta de protección estatal.

Guatemala estaba en segundo lugar con un millón 205 mil 644 emigrantes externos: 89 por ciento en Estados Unidos; 5 por ciento en la región, considerando a México; y 6 por ciento en el resto del mundo. Una migración transfronteriza de larga duración creó un mercado de trabajo binacional con México, tanto para trabajadores agrícolas temporales para los cortes de café y las cosechas agrícolas, como para otros trabajadores en actividades de comercio y servicios, incluido el turismo. Durante el conflicto armado, México y otros países de América Central acogieron a casi 100 mil guatemaltecos desplazados y solicitantes de refugio; muchos otros comenzaron a optar por la emigración a Estados Unidos. Pese a su menor tamaño, la emigración guatemalteca creció más rápidamente que la salvadoreña entre los decenios de 19902000, en 67.4 puntos, y en el decenio 20002010 en 58.7 puntos. A partir de la década de 1990, la emigración a Estados Unidos fue la causa de ese importante crecimiento. En 1990, 65 por ciento de los guatemaltecos en el exterior estaba en ese país; en el decenio de 2000 creció a 88 por ciento en 2010 y se estima que en la actualidad ese porcentaje se ha mantenido igual. A diferencia de El Salvador, la emigración guatemalteca equivalía a 6.6 por ciento de su población y tenía un alto componente campesino e indígena, mientras que las remesas calculadas en 9 mil 287.7 millones de dólares fueron también alrededor de 12 por ciento del PIB. Existen también manifiestas evidencias del retorno del desplazamiento forzado interno, pero el gobierno de Guatemala no reconoce el fenómeno y no se cuenta con cifras que permitan estimar su magnitud.

Aunque se acostumbra asociar las causas de la migración hondureña a los impactos del huracán Mitch, en 1989, ese fenómeno en realidad agudizó las causas que habían forzado a muchos de sus conciudadanos a emigrar a Estados Unidos. Honduras se ubicó en el tercer lugar de los países de la región con mayor emigración; sin embargo, el crecimiento fue mucho más acelerado que la migración desde El Salvador y desde Guatemala. El impacto del Mitch es incuestionable: si bien en el decenio 19902000, la emigración externa había crecido en 118 por ciento, los registros ya daban cuenta de un incremento constante a partir de los 1980. La combinación entre la desigualdad social, una de las mayores en el hemisferio; la vulnerabilidad climática; la represión estatal a partir de 2009; los elevados niveles de violencia; caracterizan a Honduras como uno de los principales epicentros de la crisis de desplazamiento del istmo. Aunque la migración se desaceleró relativamente en 2010, una de las principales manifestaciones de esa crisis es la formación de las caravanas migratorias entre 2018 y 2020 que han partido desde diversas ciudades de ese país, en la crisis del tránsito por Guatemala y México, el grupo en peores condiciones de vulnerabilidad son los inmigrantes de ese país. Como sucede con los salvadoreños y guatemaltecos, Estados Unidos es el principal receptor de esa migración por encima de 80 por ciento de los hondureños en el exterior desde 2000. Esa emigración equivale a 7.8 por ciento de su población, estimada en 2015 en 630 mil personas. En 2018, el envío de remesas alcanzó los 4 mil 746 millones de dólares, equivalentes a 20 por ciento del PIB del país.

De manera complementaria, la emigración hondureña hacia los otros países de Centroamérica se ha mantenido en niveles relativamente bajos, al menos así lo indican los datos estadísticos, lo cual no permite desconocer el supuesto del subregistro de los flujos transfronterizos, que a causa de su periodicidad e informalidad no son captados por los sistemas de información estadística. Independientemente de ese hecho, resulta significativo el crecimiento de la emigración hondureña hacia otros países del mundo, en casi 200 puntos en el decenio 20002010 y 117 por ciento en el decenio 20102019. En esa misma dirección se apunta un importante crecimiento de la presencia de inmigrantes hondureños en territorio mexicano, lo que hace suponer que México transita entre ser un país caracterizado por la transmigración a combinar esta función con el papel de ser país de acogida de migrantes centroamericanos. El desplazamiento interno es una manifestación de las crisis de desplazamiento en Honduras prácticamente desde 20092010, cuando se produjo el último golpe de Estado en ese país.

Nicaragua también ha sido un lugar esencial para la formación de los flujos del periodo de transición iniciado a partir de la década de 1990, pero es un caso singular dentro del sistema migratorio centroamericano. Es el único país que muestra una diversificación migratoria hacia los dos principales corredores. La mitad de los migrantes están en Estados Unidos y otro porcentaje significativo en Costa Rica. La expulsión de la población ha sido una constante en la historia del país debido a los efectos de los conflictos políticos, enfrentamientos armados y a la persecución violenta en contra de grupos de oposición. Adicionalmente, porque Nicaragua ha suplido de mano de obra a las economías de los países vecinos. Desde finales del siglo XIX, el desplazamiento forzado o la migración laboral ha buscado hacia el sur, Costa Rica, aunque después del triunfo armado de la guerrilla sandinista, en 1979, Estados Unidos fue el principal destino de grupos vinculados al régimen anterior y de opositores al gobierno revolucionario hasta 1990. Luego de un breve periodo de retorno de miles de desplazados y refugiados, a mediados de la década de 1990, la salida de nicaragüenses volvió a crecer en cifras significativas, producto de la falta de empleo y de la demanda de mano de obra en los mercados de trabajo en Costa Rica (Morales y Castro, 1999).

Aunque Nicaragua representa el país con el crecimiento más moderado en los periodos aquí analizados, el origen de 86.6 por ciento de esa migración estuvo concentrado en Costa Rica. En la primavera de 2018 inició una coyuntura de inestabilidad política y de represión en contra de diversos movimientos de protesta y de resistencia al gobierno presidido por Daniel Ortega, antiguo líder de la revolución sandinista. Esa situación dio como resultado el retorno del desplazamiento por razones políticas y la salida forzada de dirigentes políticos y grupos, sobre todo jóvenes, vinculados a las movilizaciones en contra del gobierno.

La otra cara de ese escenario migratorio la conforman Costa Rica y Panamá hacia el sur, y Belice en el vértice norte. Estos países contribuyen menos con las diásporas centroamericanas en el mundo. Belice por su tamaño y baja densidad de población, además de haber sido un destino de trabajadores migrantes de los países vecinos, tiene una fuerte relación migratoria con Estados Unidos, pero se diferencia de las características de la migración de sobrevivencia del resto de Centroamérica. Costa Rica, como país de inmigración neta, después de haber sido territorio de acogida de varios de miles de desplazados por la represión política y los conflictos armados de Nicaragua, El Salvador y Guatemala, desde 1990 se convirtió en el principal destino de la migración laboral hacia las cosechas agrícolas, la construcción de obras civiles y las actividades de servicios.

La emigración de los costarricenses a Estados Unidos creció en menor proporción que la de los países del norte de la región; Costa Rica en el decenio de 1990 en poco más de 50 por ciento, y el siguiente en 26 por ciento y 13 por ciento en el último decenio. No debe soslayarse que la comunidad de inmigrantes panameños en Estados Unidos fue importante en las décadas de 1970 y 1980; a partir de 2000 se redujo significativamente; después, en 2010, volvió a crecer en casi 15 puntos.

Nuevos sujetos y su relación con la migración de sobrevivencia

Entre 2000 y 2010, otra combinación de factores ejerció presión para el desplazamiento de nuevos sujetos. La destrucción de empleos rurales fue la más importante de ellas. Una nueva crisis del café a finales de los 1990 y el abandono del cultivo provocaron, en territorios que eran altamente dependientes del monocultivo, una masiva pérdida de empleos directos permanentes y temporales (Flores, 2002), y el aumento de la pobreza rural. Posteriormente, se produjeron los desastres ambientales que iniciaron en 1989 con el huracán Mitch, seguidos de una serie de terremotos en El Salvador por los efectos del fenómeno del Niño, a esto se agregaron las consecuencias locales de la crisis financiera y energética global en la segunda mitad de la década de 2000 (Morales, 2014). En ese mismo contexto, entre 2006 y 2007, se negoció el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos en el que se cifraba la esperanza de un despegue de las economías de la región y, como resultado, la disminución de las migraciones. Ni lo uno ni lo otro ocurrieron. A la insostenibilidad del modelo de la apertura económica y a las contingencias ambientales se añadió una nueva dimensión: inestabilidad política, violencia social y estatal, y la inseguridad provocadas por el pandillerismo y el crimen organizado transnacional.

La crisis de esa migración de sobrevivencia se fue conformando a lo largo de los últimos 15 años. Uno de los primeros rasgos que la explica fue su elevada feminización, con la emigración de las mujeres cambió el perfil de los sujetos y la organización de las estrategias de los migrantes. Desde el inicio de los 1990 había cambiado la migración de ida y retorno, con destinos en particular dentro de la misma región y México, compuesta generalmente por varones no acompañados, trabajadores agrícolas y, en algunos casos, perseguidos políticos. Con las mujeres migrantes se comenzaron a movilizar individuos que no habían sido parte de la fuerza de trabajo, aumentó de modo significativo la migración de grupos familiares o la movilidad en búsqueda de la reunificación familiar y la organización de nuevos dispositivos colectivos de migración. En los países de destino las mujeres han llegado a conformar la mitad o más de la mitad de las personas migrantes (cuadro 2). El punto máximo de crecimiento de la migración de mujeres se mostró en el quinquenio 20052010 cuando alcanzó un valor de 26.56 puntos, por encima de los indicadores relativos a la migración de los varones. La migración de mujeres desde Honduras, en primer lugar, y desde Guatemala, en segundo, con destino hacia Estados Unidos, influyeron más en el crecimiento de la feminización en todo el periodo. En el caso de las salvadoreñas, su mayor crecimiento se registró entre 2000 y 2015; y las mujeres nicaragüenses hacia Costa Rica, particularmente en 20052010 (cuadros 3 y 4). Con la migración familiar o por reunificación familiar tomó relevancia la emergencia provocada por la presencia de niños, niñas y adolescentes migrantes, muchos de ellos emigraban solos, con sus padres, otros familiares, inclusive a cargo de no familiares.

La crisis de los niños migrantes detonó en 2014 cuando se hicieron públicas las masivas detenciones de personas migrantes de 17 años o menos por parte de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Fueron 69 mil en 2014, 40 mil en 2015 y 60 mil en 2016 (OIMa, 2020). Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), entre 2013 y 2017, el total de niños, niñas y adolescentes no acompañados detenidos fueron 180 mil. De acuerdo con estimaciones de Rodríguez (2016), a partir de datos de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, entre 2014 y 2016, fueron detenidos 99 mil 513 de Honduras, 97 mil 452 de Guatemala y 96 mil 124 de El Salvador, entre menores de edad no acompañados y familiares acompañantes. Mientras que en México el flujo de menores presentado ante el Instituto Nacional de Migración (INM) aumentó de 23 mil 96 en 2014 a 51 mil 999 en 2019 —la cifra más baja se registró en 2017 con 18 mil 300. En todo el periodo, la cantidad de adolescentes (12 a 18 años) había sido mayoritaria, pero en 2019 se revirtió la tendencia pues del total, 30 mil 906 de las personas menores tenían menos de 12 años. También, aunque ha predominado la presencia de varones, en 2019 las mujeres superaron 41 por ciento —cinco puntos más que su dato en 2018— (Secretaría de Gobernación, 2020).

Cuadro 2
América Central: total de mujeres migrantes internacionales hacia todo el mundo (tasas de crecimiento)

País de origen

19901995

19952000

20002005

2005-2010

2010-2015

2015-2019

Belice

15.64

14.32

6.61

11.34

10.89

8.78

Costa Rica

22.57

22.86

10.93

12.50

4.95

8.59

El Salvador

25.78

0.26

17.42

21.13

14.02

5.82

Guatemala

31.75

25.48

26.87

27.60

21.56

8.71

Honduras

56.53

38.08

30.71

33.29

25.80

11.09

Nicaragua

0.29

15.86

11.79

42.59

7.27

5.92

Panamá

1.19

2.68

3.85

7.43

7.36

8.05

Total

3.75

13.46

14.17

26.56

16.04

7.74

Fuente: UNDESA, 2019.

Cuadro 3
América Central: total de migrantes internacionales varones hacia todo el mundo (tasas de crecimiento)

País de origen

1990-1995

1995-2000

2000-2005

2005-2010

2010-2015

2015-2019

Belice

16.93

15.72

9.01

9.35

9.58

6.28

Costa Rica

22.49

24.90

14.14

11.56

4.79

6.73

El Salvador

23.90

3.71

18.39

17.89

12.47

5.55

Guatemala

33.54

26.85

26.01

23.53

20.41

6.69

Honduras

59.04

39.54

31.95

27.68

22.41

7.34

Nicaragua

1.40

13.25

14.33

36.93

4.70

4.79

Panamá

0.79

3.36

3.67

5.17

6.58

6.12

Total

3.50

14.44

14.05

22.35

14.11

6.07

Fuente: UNDESA, 2019.

Otra de las expresiones de la crisis han sido los elevados volúmenes de migrantes capturados en los corredores de tránsito. Debido al endurecimiento de las restricciones migratorias tanto en Estados Unidos como en los territorios vecinos, esas personas comúnmente deambulan por las inmediaciones de los pasos fronterizos o de ciudades ubicadas en el paso, son habitantes de la calle o se encuentran en búsqueda de instalaciones de albergue y de mecanismos de subsistencia temporal, dependen de la caridad pública. Son dos las principales amenazas que experimentan los migrantes en tránsito: por un lado, el hecho de que los corredores se han convertido cada vez más en territorios en los que carecen de derechos, en algunas ocasiones quedan a merced de grupos criminales, sin posibilidades de acceder a redes de protección formal; por el otro lado, el incremento de las detenciones y de la represión por parte de autoridades policiales locales, incluso con la participación de agentes de seguridad de Estados Unidos, en operaciones no autorizadas (Prensa Libre, 2020).

La realidad más compleja se presenta en el tránsito por México en cuyo territorio acontece una importante concentración de migrantes originarios de Guatemala, Honduras y El Salvador en condiciones de precariedad. Es común en muchos poblados mexicanos, dispuestos a lo largo de la ruta de los migrantes, el retrato de familias con niños pequeños. Otros, a pesar de haber sido rechazados, permanecen con la intención de reintentar el viaje nuevamente. A causa de la firma del acuerdo de los gobiernos centroamericanos con Estados Unidos para poner en práctica la figura del «tercer país seguro» en esos territorios, se están convirtiendo en fronteras tapón para los migrantes desde los países vecinos, es decir, para los migrantes extrarregionales o extracontinentales (cubanos, haitianos, africanos y asiáticos).

Las elevadas cifras de deportados y retornados, desde Estados Unidos y México, sin condiciones en los países de origen para recibirlos y reinsertarlos, ofrece otro desolador escenario. La cantidad de deportados hacia la región había crecido desde la década anterior y alcanzó su punto máximo en 2014 con casi medio millón, 428 mil personas. No obstante su disminución en los años siguientes, los cambios en las políticas migratorias desde el comienzo de la administración Trump, hacen prever que las cifras no sólo no tiendan a bajar, sino que, a la luz de los acuerdos migratorios con México y con los países centroamericanos, el rechazo y las deportaciones se desplacen hacia las fronteras del sur. Según datos de la Unidad de Política Migratoria, la colaboración de México con la política migratoria de Estados Unidos se tradujo en 2019 en la devolución de 99 mil 353 centroamericanos, más de la mitad de Honduras (Unidad de Política Migratoria, 2019).

El aumento de las deportaciones augura un agravamiento de la crisis interna en los países centroamericanos que dependen altamente de la emigración y anticipa posibles escenarios de inestabilidad social y política. No sólo tiende a agravarse por las condiciones económicas de los países que presentan elevados índices de dependencia migratoria en cuanto a su población y al peso de las remesas en el pib y en la contención de la pobreza, sino porque la inestabilidad política, la violencia social y el impacto del crimen organizado en la vida social, tienen severas repercusiones sobre la estabilidad de la cohesión social y la confianza en las instituciones del Estado. La carencia de políticas públicas y de voluntad política para integrar a las personas deportadas en la vida social de los países de origen provoca la proliferación de manifestaciones de rechazo, estigmatización y criminalización de las personas deportadas. La falta de medios de trabajo, de acceso a servicios básicos y de otras oportunidades para la integración a la vida de sus comunidades se ha agravado en el contexto de la pandemia de la covid-19. En Guatemala, aproximadamente 20 por ciento de los 500 contagiados por el virus fueron inmigrantes deportados desde Estados Unidos, aunque antes de emprender el viaje se les había practicado una prueba cuyo resultado supuestamente fue negativo. Aparte de las estigmatizaciones que ya recaían sobre ellos, ahora cargaban con la etiqueta de «retornados perniciosos» (Schacher y Schmidke, 2020).

La incertidumbre laboral, la inseguridad, además de la desvinculación experimentada con sus comunidades y países de origen tras mucho tiempo de no vivir en ellos, convierten a los deportados en víctimas del desempleo, del acoso por parte de bandas criminales, del debilitamiento de sus vínculos familiares y comunitarios, y de una serie de traumas emocionales que no encuentran cómo resolver.

Crimen organizado, desplazados internos y solicitantes de refugio

Una de las principales distorsiones de la dinámica de los corredores es la violencia originada en dos fuentes: la violencia ejercida por bandas criminales en países de origen y en los territorios de tránsito, en particular hacia Estados Unidos, así como su relación con el crimen organizado transnacional; la estatal que, unida a las otras violencias estructurales, es el efecto de la pandemia del postcapitalismo global (García y García, 2020) sobre la periferia centroamericana desigual y todavía precapitalista.

La violencia ejercida por bandas criminales, entre ellas la protagonizada por las llamadas Maras, se originó también en el contexto de las guerras de la década de 1980 y fue reforzada por el mercado clandestino de armas, la expulsión de jóvenes pandilleros desde Estados Unidos y, finalmente, las guerras asociadas al narcotráfico. Este fenómeno se fue incubando y progresivamente adoptó las dimensiones de una problemática transfronteriza y transnacional, que abarca desde el norte de Centroamérica hasta la frontera de México con Estados Unidos, y conecta los territorios hacia el sur hasta Colombia, que fue el destino del mercado clandestino de armas desde Centroamérica y el puerto de origen de la droga hacia Estados Unidos (Ten Velde, 2012). Las causas de esas violencias no pueden atribuirse a factores dispersos, por el contrario, el que Centroamérica figure como uno de los escenarios de mayor violencia en el mundo estriba, sobre todo, en la relación entre esa diversidad de causas y la falta de justicia en dichos países (Trujillo, 2017).

Los corredores de la migración, de haber dependido de redes sociales, inclusive familiares y comunitarias, progresivamente fueron ocupados por los traficantes de personas. Con la aparición del crimen organizado y el tráfico de drogas, las organizaciones criminales comenzaron a tomar control de los territorios y las rutas de los migrantes. Esas organizaciones aplicaron «la extorsión y la violencia como instrumentos fundamentales a su servicio» (Hernández, 2008:6) e hicieron que los corredores de la migración por Centroamérica y México se convirtieran entre los más peligrosos del mundo.

Según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México las bandas de traficantes se disputaban un mercado de alrededor de «500 mil migrantes centroamericanos, sudamericanos y caribeños, y por cada persona el crimen organizado cobra entre 4 mil y 15 mil dólares para trasladarlos a Estados Unidos» (Soberanes, 2008:339). Eso acontecía debido a la corrupción y a la complicidad de agentes policiales, así como de otras autoridades de gobierno en los países de tránsito.

Otro de los peligros que acecha a los migrantes son las amenazas a sus vidas, las desapariciones y numerosas muertes, algunas de ellas son atribuidas al crimen organizado, a tal punto que Joel Millman, portavoz de la OIM, señalara que este corredor que va de Centroamérica hacia el norte «es ahora tan mortal como el Mediterráneo» (Naciones Unidas, 2019). Entre 2014 y 2019 se habían reportado unas 2 mil 800 muertes de migrantes en su intento por llegar a Estados Unidos; 2019 fue el año con más fallecimientos, con un total de 850 decesos en distintos lugares de la ruta; la mayoría de las personas fallecidas eran originarias de Centroamérica, de los países del Caribe y América del Sur (OIM, 2020). Muchas de esas muertes, como las acontecidas en determinados estados mexicanos, han sido atribuidas a secuestros y asesinatos cometidos por bandas criminales. Uno de los hechos más publicitados, pero no el único de los más deplorables, ocurrió el 22 de agosto de 2010 en San Fernando, Tamaulipas, donde asesinaron a 72 migrantes cuyo crimen fue atribuido por las autoridades mexicanas al cartel denominado Los Zetas.

Una expresión más de la crisis de desplazamiento ha sido el regreso del fenómeno de los solicitantes de refugio. En las décadas de 1970 y 1980 los exiliados políticos buscaron asilo en los países vecinos, desde los cuales comenzaron también a organizar los movimientos de resistencia. La guerra de 1969 entre Honduras y El Salvador —mal llamada Guerra del Fútbol— forzó el retorno de miles de familias salvadoreñas que prácticamente fueron expulsadas de Honduras por las fuerzas armadas, bajo una feroz campaña xenofóbica, y a su vez frenó el impulso de la primera década del mercado común regional. A fines de los 1970 recrudecieron los conflictos armados, primero en la guerra contra la dictadura de Somoza (Durand, 2016), y luego contra los gobiernos militares en El Salvador y Guatemala.

La represión política y la violencia armada en la década de 1980 provocaron la masiva migración de refugiados y desplazados desde Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Honduras. Una parte del desplazamiento se produjo dentro del territorio de esos países. En Honduras, que no era un país bajo un conflicto armado interno, la ocupación de su territorio por parte de la Contra y del Ejército de Estados Unidos provocó el desplazamiento de población de comunidades rurales en los departamentos fronterizos con Nicaragua, complementariamente, produjo la distorsión de las actividades productivas que giraban en torno a la producción de café. En el nivel externo, el impacto regional más relevante fue el desplazamiento de alrededor de un cuarto de millón de personas y solicitantes de refugio hacia Costa Rica, Nicaragua, Belice, Guatemala y México en la primera mitad de los 1980 (Aguayo, 1985). Ese exilio político, de igual manera, fue uno de los orígenes de la migración de salvadoreños y de nicaragüenses a Estados Unidos.

En la primera mitad de la década de 1990 se produjo el retorno de cientos de miles de esos desplazados por la guerra en un esfuerzo que no se complementó con las condiciones económicas, sociales y políticas para el restablecimiento no sólo de la paz, sino para superar las desigualdades sociales históricas (Morales, 1995). El resultado fue el inicio de la nueva fase de las migraciones, en la cual destacaba como principal característica la emigración hacia Estados Unidos que pasó de representar 46.4 por ciento del total de migrantes de la región en 1990 a 77.6 por ciento en 2000. Posteriormente, reaparecía el corredor intrarregional formado por la masiva migración laboral desde Nicaragua hacia Costa Rica (Morales, 2007). Aunque se suponía que esa emigración era principalmente laboral, en 2000 la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) contabilizó un acumulado de 292 mil 900 peticiones de refugio, más de 60 por ciento de ellas por parte de personas salvadoreñas, 35 por ciento de guatemaltecas y el restante 5 por ciento de los otros países (ACNUR, 2020).

Pese a que se había producido un descenso en esas cifras, a partir de 2015 se experimentó una significativa reaparición de los solicitantes de refugio internacional desde Centroamérica. En 2018, más de 97 por ciento de esos solicitantes eran de los cuatro países que más expulsaban población migrante: El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua (cuadro 4), el total superaba el registro de peticiones de refugio de 2000. En palabras de ACNUR (2020):

En todo el mundo, hay actualmente alrededor de 470 mil personas refugiadas y solicitantes de asilo de El Salvador, Honduras y Guatemala —una cifra que registró un incremento de 33% en comparación con el 2018. Ellas huyen de la violencia, las amenazas, la extorsión, el reclutamiento de las pandillas o la prostitución, así como de la violencia sexual y de género (VSG), agravados por la inestabilidad socio económica y la pobreza. Las personas lesbianas, gays, transgénero e intersex, conocidas colectivamente como VSG, también están huyendo de la persecución. Muchas otras personas se desplazan dentro de su propio país o han sido deportadas de vuelta a sus países, a menudo llegando a situaciones de peligro.

Más de 100 mil nicaragüenses también han abandonado su país en busca de protección; debido a ello, la migración que con anterioridad estribaba en la atracción de fuerza de trabajo se comenzó a mezclar con la migración de sobrevivencia que caracterizaba a los países del norte de la región. En total, esa organización estima que entre los solicitantes de refugio internacional de los cuatro países mencionados y los desarraigados internos de El Salvador y Honduras —casi 320 mil personas— y la población en riesgo, ascienden a un número cercano a las 900 mil (ACNUR, 2020). Aun sin tener datos actualizados de la magnitud del desplazamiento en Guatemala y Nicaragua, podría calcularse que el total de desplazados internos y externos superan con creces más del millón de centroamericanos.

Cuadro 4
Cantidad de solicitudes de refugio durante el año, totales (20002018)

Solicitante

2000

2005

2010

2015

2018

Belice

15

24

10

98

217

Costa Rica

226

133

76

218

535

El Salvador

176 479

45 205

1 553

31 454

119 257

Guatemala

101 802

3 185

1 029

26 954

86 864

Honduras

1 187

1 227

815

19 455

76 514

Nicaragua

13 139

4 426

159

1 248

32 256

Panamá

52

58

53

56

136

Totales

292 900

54 258

3 695

79 483

315 779

Fuente: ACNUR, 2020.

México reapareció desde 2010 como un escenario de amparo para los nuevos solicitantes de protección de los países centroamericanos; entre 20132019 recibió más de 130 mil solicitudes de asilo. De las 70 mil 302 solicitudes recibidas en 2019, 64 por ciento provenían de Honduras, El Salvador, Guatemala y Nicaragua, pero más de 30 mil solicitantes eran originarios de Honduras; el crecimiento más importante se produjo a partir de 2016 y en 2018 surgieron nuevas solicitudes de refugio de nicaragüenses (Bada, Durand y Feldmann, 2020). Ésta no es una movilidad estrictamente motivada por la búsqueda de trabajo sino de protección humanitaria, tampoco se puede separar de modo tajante de las mismas condiciones estructurales que producen la exclusión y el desplazamiento de fuerza de trabajo. En efecto, diluir las causas de la migración entre una diversidad de factores en la que se desdibuje su articulación con la desigualdad y la falta de acceso a la justicia, puede resultar sumamente simplificadora.

Esa relación puede descansar en el lugar de la transición de las actividades productivas relacionadas con el «extractivismo», principalmente de Honduras, Guatemala y Nicaragua en la configuración de la actual crisis de desplazamiento. Los megaproyectos agroindustriales, turísticos y energéticos en territorios donde se asientan comunidades afrodescendientes y pueblos costeros en Honduras (MIV, 2015), en diversos departamentos en Guatemala y el controversial proyecto del canal interoceánico en Nicaragua, han empujado a pobladores locales a abandonar sus territorios. No sólo se ha traducido en desplazamiento de habitantes originarios de esos lugares, sino que bajo la geopolítica de esos proyectos, centenares de líderes sociales, indígenas, ambientalistas y campesinos, han sido amenazados y muchos de ellos asesinados. Entre 2005 y 2015 en Honduras fueron asesinados alrededor de 180 líderes sociales, pero entre 2014 y 2015 fueron ejecutados 101 dirigentes; ese país se ha convertido en el lugar más peligroso para los defensores del ambiente en el mundo (Global Witness, 2015). Entre los dirigentes asesinados hubo mujeres, involucradas en acciones de resistencia frente a los estragos de los proyectos extractivistas, como fue el conocido caso de la dirigente indígena Berta Cáceres.

Los elevados niveles de violencia e inseguridad son, a diferencia del resto del hemisferio y otras regiones del mundo, las principales causas del masivo desplazamiento interno de la última década en la región. En ese contexto de relación entre las fracturas estructurales, desigualdad económica y represión, parecen reproducirse los factores que detonaron los conflictos armados en la región durante los 1980, en El Salvador, Honduras, Guatemala (International Displacement Monitoring Centre, 2006). Si bien hay un cambio importante en las fuentes de la violencia entre las décadas de 1970 y 1980 y la que acontece en el periodo reciente, se carece de datos para estimar la magnitud del desplazamiento interno en el primer periodo; mientras que diversas fuentes han calculado el desplazamiento externo de aquel periodo en aproximadamente un millón de personas.

En la actualidad, El Salvador encabeza la lista de países del hemisferio con la mayor cantidad de personas desplazadas por conflicto o violencia con 246 mil nuevas personas desplazadas en 2018. En Honduras, los cálculos que indican una cifra menor a los 200 mil, pueden estar muy subestimados en virtud de que ese país es el epicentro de la crisis de desplazamiento, una de cuyas expresiones son las caravanas de migrantes hacia el norte. En una investigación realizada por ACNUR y otros (2015), se encontró que 96 por ciento de las personas desplazadas internas identificaron que la principal causa del desplazamiento fue la violencia de la que fueron víctimas en las principales ciudades bajo control de las Maras (Tegucigalpa, San Pedro Sula, La Ceiba y Choloma). De acuerdo con ese mismo informe, alrededor de 41 mil hogares con más de 174 mil personas fueron desplazadas en 20 de los 298 municipios del país entre 2004 y 2014, lo que equivale a 4 por ciento del total estimado de hogares en dichos municipios. La inexistencia de datos sobre desplazamiento por violencia en Guatemala, no obstante la existencia de denuncias realizadas, hace suponer que el fenómeno permanece invisibilizado (International Displacement Monitoring Centre, 2019).

La fragilidad del Estado: un círculo vicioso

Las fragilidades de los Estados centroamericanos frente a la migración y el desplazamiento tienen dos expresiones. La primera expresión es la precariedad de las estrategias adoptadas por los gobiernos, la falta de cooperación entre los Estados de la región y su subordinación a las políticas de Estados Unidos. Estos gobiernos desarrollan además una gran dependencia del auxilio de organismos internacionales como ACNUR o la OIM, de manera que los migrantes y desplazados quedan a merced del auxilio de organizaciones humanitarias. La perspectiva predominante continúa centrada en los viejos paradigmas de seguridad nacional y policial a través de mecanismos de represión y mano dura.

En 2015 los países del norte de la región acogieron la denominada propuesta Plan de Alianza para la Prosperidad bajo el auspicio del gobierno de Estados Unidos; mientras que los acuerdos de los gobiernos con el propósito de dotar a la región de instrumentos para enfrentar los desafíos de la migración y el desplazamiento forzado (SICA, OIM, ACNUR, 2019) no han tenido mayores resultados. Peor aún, la crisis de la covid-19 provocó a su vez una inusitada manifestación de la crisis de desplazamiento, que puso nuevamente en evidencia los vacíos en los mecanismos de gestión regional de las migraciones: miles de migrantes centroamericanos y extrarregionales permanecieron varados en algunas fronteras; o las respuestas autoritarias de los mismos gobiernos en contra de sus connacionales que intentan regresar a sus países, entre ellos más de un millar de nicaragüenses no fueron autorizados por su gobierno a ingresar al territorio de su país (La Prensa, 2020). Esa situación se presentaba desde antes de la crisis también en el corredor de México, el cual «se ha convertido en una frontera vertical para los migrantes, tanto por los controles legales como por las amenazas de grupos que operan al margen de la ley en contra de los migrantes» (Armijo y Benítez, 2018:78), con mucho más peso luego de los drásticos cambios de la política de inmigración de la administración de López Obrador en 2018. En 2019, el gobierno mexicano adoptó un conjunto de nuevas medidas que han significado una colaboración mayor con política implementada por la administración Trump a cambio de evitar la imposición de aranceles a las exportaciones de ese país a Estados Unidos. En opinión de Daniel Villafuerte, «el 7 de junio (de 2019) se logró la firma de un acuerdo según el cual México se compromete a implementar medidas sin precedentes para frenar la migración irregular, incluyendo el despliegue de la Guardia Nacional, así como el desmantelamiento de las organizaciones de tráfico y trata de personas, junto con sus redes financieras y de transporte» (2020:104).

Referente a la segunda expresión, en la mayoría de los países se experimenta una creciente falta de credibilidad civil en las instituciones públicas. Aparte de que persiste la mala distribución de la riqueza, la inversión pública en educación, cultura, desarrollo ambiental y políticas sociales, es baja o casi nula. A pesar de la inversión en seguridad y en gasto militar, se padece una situación de indefensión por parte de la población debido a la falta de acceso a la protección y a la justicia. Esa desconfianza en el Estado y en los aparatos policiales se sustenta en la impunidad y la corrupción que se traduce en un abandono estructural de las víctimas de las bandas criminales y de las víctimas del mismo Estado (Sistema Regional de Monitoreo, 2019). La represión ejercida por gobiernos autoritarios o con poca legitimidad, así como la limitación de las libertades civiles, por decreto o de facto, además de que constituyen causas directas de desplazamiento por ser el también el Estado un productor de violencia, también obstruyen la aplicación de soluciones integrales a las causas de la migración y del desplazamiento.

El abandono estructural de los Estados a la población, aunado al ejercicio directo de la violencia, la complicidad de autoridades con agentes vinculados al crimen organizado, la impunidad y la corrupción, configuran ese desolador panorama de falta de justicia como uno de los núcleos de esa diversidad de causas que siguen generando nuevas etapas de esas crisis de la migración como manifestación inequívoca de la fragilidad que se proyecta a lo largo de la historia de los países de la región. Bajo esta nueva crisis de desplazamiento, muchas familias deciden escapar debido a que es mayor el riesgo de permanecer en sus comunidades que el costo que significa la migración. Aun con los peligros, la fuga se ha convertido en un éxodo de las caravanas enfrentada a férreos y peligrosos muros.

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Notas

1 Para la redacción de este artículo fueron usados en parte datos y referencias del informe «Migraciones internacionales, refugiados y desplazamientos internos en Centroamérica: factores de riesgo e instrumentos para fortalecer la protección de los derechos humanos», elaborado por el mismo autor para el Informe Estado de la Región 2021, del Programa Estado de la Nación del Consejo Nacional de Rectores de Costa Rica (Conare), además de otra información y análisis complementarios.

2 A ese conjunto se le ha denominado Triángulo Norte, concepto que si bien ha sido asumido por algunos académicos, la consideramos como una desafortunada metáfora, impuesta desde la gramática militar externa, para hacer aparecer como igual lo que puede ser diferente.

3 Honduras fue un destino importante de inmigrantes centroamericanos; sin embargo, se carece de datos estadísticos para los decenios de 1970, 1980 y 1990.

4 En opinión de Rodríguez: «En las condiciones actuales, de alta movilidad internacional de personas, de oscurecimiento de los límites en la temporalidad, los propósitos y las condiciones de los desplazamientos de personas entre países, así como de mayor complejidad de los procesos migratorios en general, ninguna fuente de estadísticas migratorias nos dará por sí sola, toda la información necesaria sobre la inmigración y emigración en el país» (2018:19).

5 La Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (Enadid) estimaba la cantidad de salvadoreños residentes en México en poco menos de 16 mil personas.

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